ETERNO RETORNO

Estas historias son como lanitas sueltas que la nona va ovillando en un bollito y una vez que adquiere volumen, las va desovillando para hacer algo con todas como si fueran una sola cosa. Así son estas narraciones, dichos, frases sueltas, conjeturas patinadas por una memoria tenue que -a veces- toman forma en la mano de quien las intenta reunir.

domingo, 27 de octubre de 2024

Carlitos

Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de primavera; jugar en grupo, en las veredas gritando y chillando como chicos que solo le temen a los castigos de los grandes, pero había otros miedos más profundos. Miedos que aparecían en las conversaciones a media voz de las mujeres y el silencio casi obstinado de los tipos que, metalúrgicos y marrones como mi viejo, ya no podían reconocer un lugar como propio. Fascinado y aterrorizado, desde la ventanita de la puerta de casa vi -vimos- llegar con mi familia, la larga caravana que invadía la ciudad. Parecía sacado de una película de guerra, el grueso llegaba por la Ruta 9 (hoy Ruta 21). Los veíamos apostarse en todo el predio de Las Dos Rutas, atrincherarse en las grandes cunetas del Chapuy al frente de casa, comunicarse por radio. Yo no decía nada, nadie decía nada. Sólo esperaba que de un momento al otro apareciera un enemigo que simplemente no existía. Entonces, por las noches, las corridas por los techos –de soldados, creíamos—nos obligaron a mi hermano y a mí a dormir en la pieza de la Nona, que no daba a la escalera como la nuestra.

Es que Villa estaba invadida. Mis viejos no me dejaban hacer refugios para juegos en los baldíos, ni correr cuando veíamos un extraño, no sea cosa que los fachos nos peguen un tiro. Yo me imaginaba los fachos como alguna especie de monstruos de película, que no tenían contemplaciones con los seres humanos… finalmente no estaba tan equivocado…

A Carlitos Ruescas –que vivía en la cuadra de atrás- lo vigilaban, a Manuel Duarte –que vivía a la vuelta— lo vigilaban. Había tipos raros dando vueltas por el barrio, se apoyaban en los tapiales y de vez en cuando hablaban por radio o charlaban con otros que se acercaban en auto. Los vecinos ni siquiera se atrevían a salir a la vereda en esos casos. Mis viejos me decían que si preguntaban por alguien dijera que no lo conocía o que no sabía nada, pero nunca me preguntaron, aunque sí a otros chicos.

Con once años son otros los horrores, efectivamente. Pero otra dimensión del miedo nos iba a traspasar una tarde de primavera jugando a las escondidas con el Jole y dos o tres de los chicos del barrio. Marcelito Ruescas no estaba con nosotros, hacía un tiempo que no lo veíamos, pero igual jugábamos en el tapial de Prunes, frente a su casa. Sin prestarle demasiada atención vimos llegar un Renault 12 naranja y un Falcon negro. Pero si los autos no decían nada, los tipos que venían en ellos, sí y las armas que traían, mucho más. Ahí nomás dejamos de jugar y sin pensarlo demasiado nos sentamos al solcito contra el tapial a ver a qué venían por el barrio.
Bajaron tres o cuatro de los seis o siete que eran. Al mando se veía un tipo más petiso y robusto, de poco pelo, con anteojos negros que nos miró como con asco y luego haciendo caso omiso de nuestra presencia. Abrieron el portillo y golpearon la puerta. Como tardaban en responder se impacientaron, dieron algún golpe con la culata de un arma y algo dijeron en tono imperativo, pero mi fascinado horror no me permite recordar palabra alguna, más que entender que se estaba bañando y por eso tardaba. Al final, salió Carlitos, sin sorpresa en el rostro, pero con expresión triste. Lo llevaron a uno de los autos  con el revólver a la cabeza y una ametralladora por la espalda.

Al volver a casa y contar, mi mamá no podía creer. Carlitos y Mabel su esposa eran conocidos de toda la vida desde que vino a Villa desde su pueblo. Mabel vivía a la vuelta de la casa que alquilaban antes de casarse. Ambas y con otras amigas disputaban divertidos carnavales con Carlitos y otro muchachos, como se estilaba. Carlitos era incapaz de portar un arma y menos de usarla. Era un buen tipo, nada más ni nada menos que eso, con la única culpa de pensar que vale la pena el compañero de trabajo, que valen la pena los compañeros.

Cuando mi tío Tristán vino con la noticia unos días después, mi vieja se puso a llorar a mares y mi viejo se hundió más y más en su triste silencio. Habían encontrado a Carlitos, a Julio Palacios y a la abogada María Concepción De Grandis horriblemente asesinados con una saña increíble en una zona rural.

Yo apoyé los brazos sobre la mesa y la cabeza en ellos y repasaba mentalmente la tarde fatal en que se llevaron a Carlitos, fuimos los últimos del barrio en verlo con vida, una vida que él seguramente sabía que se le iba, que se la robaban. Cuando le tocó a Manuel -eran los mismos tipos- sus familiares alcanzaron a decirles que no estaba en la casa. Mientras los entretuvieron, Manuel salía por el fondo a casa de otros vecinos y de allí al exilio en el propio país, en la propia tierra varios años…

Con once años son otros los horrores, efectivamente. Villa estaba invadida, la muerte se hacía cotidiana y cercana. Pero no la muerte de la vida que llega a su culmen, la muerte de la vida segada inútil y cruelmente.
Aún hoy, ese tapial, esa casa del barrio, me traen invariablemente el doloroso recuerdo de los que no están, del sufrimiento de mi vieja y el hondo silencio de mi viejo que nunca más tuvo ganas de ir a truquear con sus amigos al club, no sé si por otros conocidos asesinados en un bar, si por temor a dejarnos solos en las tardecitas o algún otro miedo y, la verdad, nunca me atreví a preguntar aquel porqué.
Nunca volví a ver a Marcelito Ruescas, no sé si pudo ser luego alguna vez el pibe alegre, con esa insolencia inocente y esa picardía desbordante que tenía. No creo… Con once años, son otros los horrores, efectivamente… definitivamente.

viernes, 29 de marzo de 2024

De cómo participar en política partidaria y no ser un miserable

 Unas palabras para quienes se interesan en participar e política partidaria.Escribo estas líneas a propósito de una entrevista que un medio local realizó a un joven de corta experiencia política que busca posicionarse desde su espacio. Y recibió múltiples comentarios en las redes sociales.

 La política es el modo en que individuos y agrupaciones toman decisiones y operan sobre la vida en común. La política no es necesaria. Sucede, acontece, porque se gesta desde el accionar humano colectivo. Es inevitable, ineluctable, porque es el resultado y la acción de un conjunto de operaciones, no una cosa que se tiene o no. Hasta podría pensarse como propiedad emergente de un sistema de relaciones humanas. Las vecinales “hacen política”. También las iglesias, las escuelas, los funcionarios, los políticos, las instituciones de cualquier tipo. La expresión “está haciendo política”, utilizada para denostar ciertos accionares, si no viene acompañada de aclaraciones no dice nada más de lo que ya sabemos y casi casi es natural.  

De esto se sigue que cualquier discurso que denigre la política está denigrando el accionar colectivo y sus consecuencias, por lo que también está prefiriendo evitar la política para resolver los problemas comunes. De allí no hace falta ser una luz para concluir que para evitar la política será necesario que alguien tome las decisiones en lugar de la respuesta colectiva. La conclusión no puede ser más interesante.

He elegido ser docente. La política está en el meollo del accionar escolar y en todo el sistema educativo. Las constituciones nacionales y provinciales son una propuesta política, las leyes, el sistema educativo y, de un modo especial, los planes de estudio, que cristalizan en un documento de aplicación la propuesta educativa del gobierno de turno. En cuanto a los directivos, el modo en que organizan la escuela, el trato con alumnos, familias y comunidad, el modo de gestión que propone a sus docentes, las decisiones cotidianas resolviendo problemas constituyen la política escolar. No los discursos. Estos suelen ser más ideológicos que políticos, es decir responden más a un ideario que se pretende estable e intenta una explicación de la realidad.
Por ello, pedir a un docente que no haga política es pedirle a un médico que no hable de salud. Esto no habilita al docente a imponer su ideología. No hace falta recordar la asimetría del vínculo entre docentes y alumnos, en los variados aspectos que esto incluye. Pero sí obliga al docente y a la escuela a “hacer pensar”, a poner en interjuego el sistema de valores y creencias de su hogar con los de su comunidad y con la sociedad en general[1]. Esto es una función indelegable de la escuela moderna.

La participación en política partidaria es otra cosa. Es la asunción de que un grupo de personas de ideología medianamente compatible a través de la puja de poderes puede proponerse para direccionar la política según sus convicciones, sus intereses o las convicciones e intereses de algún otro ente que considera de rango superior.
Muchos hemos alentado a nuestros alumnos a participar en política, —partidaria o no— hemos generado, sostenido o promovido centros de estudiantes, cooperativas escolares y agrupaciones de todo tipo. Es decir, a no ser ni sentirse ajenos o indiferentes a las decisiones colectivas. Y nos hemos sentido felices de su participación en partidos políticos, en cualquiera durante o posterior a su paso por la escuela.

Vemos con agrado que no solo desean cambiar el mundo (grande o chiquito) sino que tomen uno de los modos más contundentes de hacerlo, el de la participación política partidaria. Meterse en este juego implica aprender el poder del poder[2], el alcance y las limitaciones de la ideología, la puja con los partidos rivales y la puja por un lugar de decisión entre los propios. Las alianzas y desalianzas, la traición como evento y/o —en algunos casos— como cultura.

Un mundo apasionante y difícil en el que hay que bancar mucho e influir poco las más de las veces, pero que hace a la construcción política de la sociedad.

Sin embargo, (paso a un tono personal) pretender participar en política no te convierte automáticamente en un miserable. No es una condición necesaria para participar en política. Uno elige o no ser un miserable.

Cuando elegiste participar en política partidaria (casi) seguramente pensaste en que tu participación es buena porque hay mucho que cambiar. Cambiar un estado de cosas que legitima la corrupción, o el privilegio de quien ostenta un cargo o el curro de quienes pueden recibir ventajas por otorgar cierta licitación o la posición prebendaria de quien compra conciencias repartiendo dádivas. Cosas que la mayoría pensamos que deberían cambiar.

Bueno, nada de esto se puede cambiar siendo un miserable.

Sos un miserable si entre tus actividades principales está revolear pudrición en las redes sociales.
Sos un miserable si cuando te ponen un micrófono adelante todo lo que tenés que decir es cuánto se equivocan los demás.
Sos un miserable si te desvela la promoción de los propios a cualquier costo, más si promovés a un inepto o un corrupto y premiás a quien ha demostrado serlo a lo largo de su gestión.
Sos un miserable si denostás tus orígenes, tus espacios sociales, tu escuela, tu barrio, por reyertas partidarias.
Sos un miserable si te llenás la boca hablando de políticos ejemplares mientras tirás zancadillas a los que querés derribar.
Sos un miserable si enseñás a vivir porque tenés una posición privilegiada o la lente de una cámara enfrente. Y peor si nunca tuviste que rajarte el lomo laburando para otros.
Sos un miserable si privilegiás los negocios a la salud y la educación pública.
Sos un miserable si propiciás cárcel y garrote al necesitado y hacés la vista gorda con el garca que se la lleva toda en negro o el que gestiona puertos impunes.
Sos un miserable si tu discurso en defensa de los obreros, los pobres, las minorías contrasta con la opulencia de tu vida o el trono en que te sentás.
Sos un miserable si el insulto es tu forma de relacionarte con los que piensan distinto. Y te regodeás en la mordacidad en tus diatribas de redes sociales.
Y está visto que cualquier miserable puede acceder a cualquier cargo político, desde integrar una comisión de fomento hasta la presidencia. Y quedarse.

Si vas a elegir ser un miserable, por favor, no te dediques a la política. No hay más espacio ni queremos más de esos. Están codeándose todo el tiempo: algunos para hacerse lugar a costa de otros, los demás se codean celebrando sus rastreros triunfos personales, que son lo contrario de lo que intentaron promover cuando decidieron participar en política partidaria.

Pero ojo, que esto no significa que todos quienes se dedican a la política partidaria sean unos miserables. Muy por el contrario, tengo la alegría de conocer a personas íntegras, comprometidas con su causa entendiendo que su causa en definitiva son personas, comunidades. Militantes —de diferentes partidos— convencidos de que no hay futuro sin los otros, de que hay que ser dignos en lo grande y en lo chico.

Resumo: Si te dedicás a la política partidaria recordá que ser un miserable es una elección no una condición. Si no, estás a tiempo de retirarte por el bien común que pregonás.
 

[1] Un ejemplo un tanto extremo puede iluminar. En un hogar de ambiente aislado, semirrural, el padre prostituye a su hija prestando servicios sexuales a sus compañeros de trabajo por dinero. La hija crece con esta normalidad. En la escuela comprende que esta “normalidad” no es tan normal al contrastar su vida y su cotidianidad con la de otras compañeras y con las reflexiones generadas en clases de ESI o en charlas con docentes.


[2] No me maten, quise decirlo en pocas palabras.

lunes, 28 de noviembre de 2022

La casa de la esquina sin ochava

Consigna del Mundial de Escritura: Descifrar el misterio detrás de una mujer que un día se encerró en su casa, en la mayor oscuridad posible y que frecuentemente se veía visitada por cuervos, lechuzas y gatos...

 

 

 

En los barrios populosos no faltan esas casonas vetustas con aristas derruidas y un fluir río arriba de hiedras insolentes. Casas que ya no son otros hogares que de personas de paso que buscan guarecerse de una tormenta o hacen noche sorprendidos en su deambular intemporal, pero ineluctablemente continúan su derivar al alba o mucho antes cuando el pavor las asaetea. O que se convierten en cobijo quizás hasta amigable de cuervos, gatos rapaces y alguna lechuza que se aposta en sus vigas enseñoreándose a sus anchas para advertir los males que pueden abatirse sobre un inopinado incauto que atraviese sus dinteles.
 

Como la casa sin ochava de la esquina que da al club del barrio, esa que dicen fue del primer farmacéutico del pueblo, que un día reunió a su familia y decidió marcharse dios sabe dónde, sin siquiera molestarse en alquilarla o vender. A más de ochenta años de la partida, el pueblo se hizo ciudad y la ciudad comenzó a semejarse a un burgo medieval con sus transacciones en las calles, en locales privados y en las alcobas ajenas. Y floreció una pequeña industria de envases, calzado, vestimenta y alimento, que avivando la llama del pujante medrar comercial, a su vez fue alejando a las gentes de las pueriles preocupaciones religiosas o místicas. Como se sabe, los dioses aprueban complacientes el progreso mercantil.
 

La casona sin ochava contaba las semanas y los años casi sin más cambios que un deterioro apenas perceptible en el tiempo aunque la carcoma y el óxido hacían su lento trabajo químico entre sus paredes.
Algunos de los tantos días iguales fue testigo de una mujer que buscó, como muchos otros en otros días tan iguales, refugio entre sus paredes. Viejos truqueros del club la vieron llegar envuelta en una manta gris, como su piel, como la medianoche que la bañaba, como el raído bolso que arrastraba como todo su tesoro.
La pálida lechuza revoloteó por un ventiluz cuando la pesada puerta gimió grave al entornarse, dio un par de vueltas casi sin aletear hasta que decidió retornar. Los parroquianos fijaron los ojos en los ventanales, que seguían obturados por gruesas celosías pero parecían complacidos de dejar escapar entre sus agrietados bordes algunos ramilletes de una luz macilenta proveniente de alguna indefinida fuente.
 

Y así noche, tras noche, aunque los cuervos iban y venían, los gatos merodeaban por los tejados y la lechuza emprendía algún que otro vuelo de reconocimiento, la casa pareció respirar el resplandor incisivo que refulgía y menguaba de a ratos como si alguien pasara por delante suyo o si se tratara de un fuego fatuo indeciso.
Alguien comentó que la mujer entró, pero no salió más. Otro, que era la nieta del farmacéutico misteriosamente fugado. Quizás una vecina conjeturó que recibió una herencia y adquirió la propiedad. Y alguien más que se alimentaba de los cuervos y gatos ya que no salía para hacer las compras. ¡Que no compraba! Inadmisible. En una ciudad cuya prosperidad dependía del comercio, había en una esquina sin ochava una misteriosa mujer que no hacía las compras, que no participaba de las transacciones burguesas como cualquier ciudadano honorable, cuando todos saben que no existe dios alguno que apruebe tal comportamiento.
Las sospechas trajeron un comentario tras otro y algún cascote hizo mella en el tejado. No faltaron los palos con que los borrachines apalancaban puertas y ventanales para discernir la fuente de luz, fuente también del comportamiento herético y la posta de guardia permanente en la vereda.
 

La casa de la esquina sin ochava se mantuvo en pie todo los que sus carcomidos puntales aguantaron los embates y sin emitir queja alguna se derrumbó un viernes por la tardecita víspera de un feriado comercial, mientras cuervos y gatos se desbandaban y la lechuza se sostenía en el aire antes de ascender hasta que una nube pudorosa la cubrió.
Los curiosos, con parsimonia, primero un par, luego por decenas, se entretuvieron revolviendo entre los escombros tal vez con la esperanza de encontrar a una mujer aplastada por los restos de la casona, tal vez hurgando en busca de la luz mortecina. Pero nada.
 

Pasado un tiempo, el intendente y el concejo municipal acordaron instalar un lujoso centro de compras en la esquina frente al club, acorde a la pujanza de la ciudad, al que llamaron Nuevo Burgo, con la bendición de los dioses que dieron su beneplácito.
Nadie comenta que algunas noches una lechuza entra planeando por los altos respiraderos, quizás a encender una lucecita macilenta que parece venir del centro mismo del majestuoso edificio menguando de a ratos como si alguien pasara delante suyo.

jueves, 19 de mayo de 2022

Gineoide


 Consigna del Demiurgo de Hurlingham:
Un mutante con habilidades sobrehumanas construye a una bella androide,
quien se convierte en su secretaria, enfermera y amante.

 -Te llamaré Gineoide, androide mujer, trabajaré en tu perfeccionamiento hasta que puedas darme hijos dignos de tu belleza, mas no de mi imperante conformación física, poco digna de los dioses. Y así seré yo mismo un dios, un creador deforme pero magnánimo, capaz de desarrollar seres con la maravillosa potestad de ensombrecer a la propia naturaleza.

El mutante se agitaba febrilmente en el laboratorio de aquí para allá, ora insertando ínfimos circuitos subcutáneos, ora realizando ensayos de elasticidad y transferencia osmótica en la piel artificial que se encontraba perfeccionando con la pretensión de conseguir un material tal asombroso como el de la piel humana. No como la suya, apenas reconocible como tal por la serie de mutaciones genéticas que sufrieron sus padres y las suyas propias acaecidas en el mismo laboratorio de la Fundación GeneSys, creada por los gobiernos de los países centrales en un solapado anexo del CERN irrigado por fondos de las megaempresas capaces de forjar un mundo a la medida de sus intereses.

GeneSys construyó los laboratorios genéticos y robóticos más sofisticados del globo. Variados proyectos hurgaban en lo más profundo de la naturaleza física de los seres vivos para mejorar sus posibilidades, imitar sus propiedades y diseñar habilidades combinadas nuevas y más potentes. Sin embargo, la prolongación de conflictos armados europeos, de mayor o menor magnitud, fueron restando el apoyo a una iniciativa que redundaría en beneficios cuya espera se prolongaba en el tiempo más que los ciclos de los CEOs financistas y GeneSys pasó a un estado de funcionamiento mínimo, con los mutantes campeando en las instalaciones, que resultaban aún seguras y oclusas. 

-Gineoide, mi creación, serás además mi secretaria eficiente, llevarás el registro de todo lo que logre crear y de mis fracasos, que espero breves e intrascendentes. Me darás los cuidados que necesite cuando los necesite, dada la precariedad de mi salud de inestable mutante. Y serás, claro, mi amante, mi consuelo en estas horas oscuras y largas que se prolongan y prolongarán más allá de lo imaginable. Te estoy dotando de los más sofisticados sistemas cibernéticos imbricados con los materiales orgánicos necesarios para las funciones vitales. Y, si puedo conseguirlo tanto como lo deseo, algún día serás madre. Una Eva de este tiempo capaz de engendrar la vida que este dios mutante escondido de los soberbios humanos inseminará en tu perfeccionada naturaleza. Mi organismo, hoy extraño, resucitará en formas de perfeccionada maravilla.

Contrariamente a lo sospechado, el cerebro de Gineoide no ofreció mayor dificultad, dado que su cuerpo de circuitos, chips y bits era mucho más estudiable y predecible que el organismo humano y que los sentidos de los que estaba dotada eran capaces de recortar las sensaciones entrantes para no desperdiciar potencia de cálculo. De hecho, el dolor no formaba parte de su programación, los estímulos que recibían sus sensores se filtraban y acotaban a lo útil y agradable. Y de hecho, eso era Gineoide, lo útil y agradable.

-Y serás el androide más feliz de cuantos hubieron existido. Las sensaciones que percibirás permitirán que tu cerebro las decodifique como felicidad, dado que eso es lo que hallaré a tu lado. Y algún día, cuando yo muera, serás plena al recordar que mi malogrado cuerpo mutante se destinará a enriquecer la escasa superficie de tierra que se dispone en los jardines de este paraíso de creación.

El tiempo, ese que es breve o interminable según sus deseos, transcurrió veloz. En pocos años, Europa llegó a un estado de paz y prosperidad, acogiendo migrantes y sanando sus heridas. En la apertura a nuevos desarrollos de lo que fue GeneSys, los pimeros científicos que llegaron para reflotar la experiencia oyeron desde los pasillos que conducían al jardín una dulce y alegre voz que relataba un cuento en forma de canción infantil. Se acercaron. Parada delante de ella, una figura pequeña de poco más de medio metro de altura y aspecto humanoide cuya apariencia obligaba a quitar la vista inmediatamente. A un costado, los restos de un cuerpo a medio enterrar fertilizando la tierra. La canción repetía en su estribillo: felices los ojos que te ven, hermosa criatura de mi vientre gineoide.

 

 

Más y mucho más interesantes relatos basados en Este jueves, un relato: 13 retos oníricos  en El Demiurgo de Hurlingham

domingo, 20 de marzo de 2022

Plumero y jerez

Con el sol en alto insinuando un leve declinar, se encaminó luego de recogerse el cabello al hermoso quincho vidriado del fondo del terreno. Tomó el plumero y repasó los tres cuadros pintados por su mano. Se detuvo con algún asombro al notar que el paso de las enormes plumas de ñandú no obedecía a las regulaciones del cariño por aquellos hijos amados como gustaba de llamarlos. Cuándo se produjo ese cambio, quizás hoy mismo. Se alarmó brevemente antes de preferir continuar, plumerear la mesada y dedicar algunos minutos a una mirada general del espacio. Tal vez el fin de semana venga alguno de los hijos, los abrace, les pida algún dinero o el auto. Tal vez.
Al salir del quincho, volviendo hacia la casa, accedió a contemplarse en el portalón vidriado. Recordó aquel día en que el futuro era un borbotón de sueños y ella la princesa que tendría su noche de brillos tan deseada. Un rápido giro de la cabeza a ambos lados verificándolos despejados fue todo el permiso que se otorgó para volver a tomar el volado de su vestido de quince y con más pudor que antes contonear suavemente las caderas al ritmo de un vals que de algún lado parecía venir. Contemplarse no hizo más que comprobar una vez más lo que todos le decían: había sido —y acaso lo seguía siendo— una bella mujer.
Los caprichosos fulgores que asaeteaban un par de laureles la impregnaban de un aura magnifica y cenicienta. Se volvió, ahora sí, a la casa con una gracia renovada, casi sonriendo.
Él leía, ajeno al mundo, apenas cambiando de posición, aprovechando la clara oblicuidad, tendido en un sillón. Las enarcadas cejas prometían especulaciones con ligeros movimientos de elevación correspondientes a comprensiones más o menos súbitas promovidas —necesariamente, daba a entender— por la erudición de la lectura entre manos. Se llamaba Pedro, pero Petrus le sentaba bien entre su círculo de amistades, quienes adoraban pasar los jueves a las diecisiete para debatir un par de horas sus últimas lecturas con jerez rojo y masas de La Puissance.

Evitaban momentos compartidos, desde cuándo para ella, por qué no, para él. Sentencia que cobra visos de afirmación toda vez que compartir momentos signifique palmo a palmo, codo a codo, afrontar tareas comunes, desafíos o miradas que entrecruzar allende la concordancia. Comían juntos, dormían juntos, miraban series juntos, como misión necesaria para concebir un escaso archipiélago de convivencia tenue como el cortinado de seda.
Con el sol pujante de la mañana, Mariela repasaba mentalmente las tareas pendientes, quizás plumereando su arcano impulso de pintar el mundo y sus temores de período gris en el estilo. Petrus, azuzado por el renovado brío, acometía abriendo los muslos del libro en su marcador. Vendrían quizás los suyos el sábado. Pero antes estaba el jueves de jerez.
La amabilidad campeaba sobre las diferencias y estas sobre las pulsiones. Las prendas nuevas renovaban el debate de tonos más o menos pasteles. Las frecuencias eran la vida y la vida los pedruscos seguros donde no trastabillar. Supieron sepultar la pasión con respeto y la insinuación con suficiencia.

Esta tarde, pasadas las diecisiete, se fundó la Orden de los Caballeros de Plumero y Jerez, club de lectura y sofismas, según sus fundadores. Ninguno de ellos observó la salida de una mujer cuyos largos cabellos sueltos remedaban la Duncan eufórica antes de la tragedia, pero sin enredarse esta vez.

martes, 25 de enero de 2022

Manos de niño, desierto, muralla, caída

Consigna del Mundial de Escritura: es 1874.
Están en una ciudad aislada en el desierto,
rodeada por muros que protegen a los habitantes
de leones y leopardos que la acechan. A veces, se cuelan las hienas
y atacan a los enfermos. Un chico les muestra las manos.


Soles con soles se eclipsan,
arena con arena se cubre,
no hay pesar ni pena en el desierto.
Hay horizonte borroso,
fatigoso respirar,
inevitable transcurrir.
Un día de tantos días
se alza en el fondo una muralla,
piedra que emerge, amalgama
de luna con arena.

Es Asuán o Abu Simbel
acaso importa medir la Tierra
o rendirse ante Ramsés
si el muro es tan endeble
que se cuela arena, hiena,
víbora cornuda y toda peste
que reclame refugio en la andadera.

A su sombra,
tras un portal maltrecho,
los ojos de un pequeño
recuerdan al viajero algún oasis,
no imploran, parecen ofrecer
el recuerdo de lo que llaman vida.

Sus manos ya gastadas
—con huellas de soga,
de basto mango de azada—
remedan mapas de tribus,
de pozos, de fuentes del Nilo,
trazados de Eratóstenes,
paso regular de camello,
aljibe con fondo iluminado,
anguloso gnomon de Alejandría,
asombro de Ptolomeo, el tercero.

La tierra que las cubre y las contiene
es ocre reflejo de la otra,
la mayor, esa que gira
negando primaveras al desierto,
soleando por mitades
las ciudades, las aves y espejismos,
y se hinca al ingenio de aquel
sabio que le puso cota.

Y sus dedos señalan los descansos
permitidos al rendido peregrino,
se cierran en gesto de vasija,
endeble muro confinando aire
reseco cual peñascos pardos,
promesa de agua fresca y dátil.

Queda poco, tras Gundat
caerán a plomo las verdades,
lo poco que no troque en osamenta
parirá siglos de arenario
en ese día las manos del pequeño,
la tierra que la cubre,
las medidas,
los camellos,
las murallas,
serán el tiempo que fluye hacia la sima
y cayendo arremolina,
hunde las fronteras
del vacío que se hace entre cristales
y el nadir que a todos nos espera.

viernes, 26 de noviembre de 2021

Lugar

Consigna del Mundial de Escritura:
escribir sobre una persona que estuviera
en el lugar
 de esta imagen sin hacer suposiciones sobre sus
estados de ánimo, solo describir.
.


La mujer, cuyas piernas cargadas de años avanzaban a pasos desiguales, se acercó al televisor. El dorso de su mano derecha barrió el polvo, pero no alcanzó a apartar los pegoteos grasos y oscuros. Algún vidrio faltante en la ventana fue entrada y promesa de refugio para algunas aves silvestres que dejaron sus huellas en toda la estancia.
El verde había avanzado con los meses y los años, resucitando a la vida el montaraz terreno hasta unas décadas atrás ayuno de paredes y electricidad.
Bajo la permanente bruma de años sus pupilas destellaban según las herían los reflejos solares en los pocos vidrios que permanecían aún con la sal reseca de vendavales ocasionales.
Levantó la vista y escrutó el espacio deteniéndose por momentos. Algún sonido indefinido brotaba de los pálidos labios que conocieron el buen vino y los besos, apenas se abrían soltando un racimo de aire.
Un pequeño tropiezo la llevó a centrar la vista en una zona iluminada por la claridad de la ventana entrecerrando los párpados. Allí, alguna semilla de árbol había soltado sutiles raíces por entre las grietas del embaldosado que ya permanecía sepultado por la grama.
Se detuvo cuando su palma palpó el respaldo de un ajado sillón, descolorido pero en su lugar a pesar del abandono.
Los sonidos provenían de afuera, dentro solo sus pasos resultaban audibles. Un permanente arrullo de palomas venía desde algún lugar de la orilla del monte, a la vera del poblado, donde el cementerio acertaba a señalar el señorío de lo umbrío.
Un suspiro acompañó el movimiento de sentarse en uno de los sillones, el más desocupado e iluminado. Sus manos, temblando, se elevaron hacia el rostro mientras su mentón bajaba arqueando la columna hasta apoyarlo en las palmas y los codos en las piernas. Los dedos recorrieron los costados de la cara modificando la disposición de los pliegues de la añosa piel hacia arriba hasta que sus dedos se encontraron sobre la frente.
Tras unos segundos inmóvil comenzó a sollozar con aspiraciones nasales cuya frecuencia se iba atenuando. Las manos, ora crispadas, ora acariciantes, no se detenían. De repente, se irguió, secó sus manos en la falda de pollera, levantó la mirada hasta ponerla horizontal y se encaminó a la arcada de la inexistente puerta deteniéndose solamente a enderezar un cuadro lindero al marco de la ventana.
Salió. En el ambiente de lo que fue un cuarto de huéspedes flotaba una miríada de partículas luminosas que refulgían en el aire agitado por el movimiento de la mujer hacia la salida.
Las palomas sonaban más cerca, algunas lechuzas revolotearon bajo destellando en el ya casi horizontal baño de sol que se colaba en el monte. Otros chapoteos y otros cantares se fueron sumando para apagarse con el último sol. La luna ofrendaba la palidez de siempre. Ya no habría vientos, solo brisas. No habría retornos, ni lugar para llanto o alegría. El monte no guarda muchos recuerdos, y los que guarda los esconde. Una bandada de biguás hacía su último vuelo nocturno allá en el borde del monte, volviendo a la laguna. Solo comprenden la muerte los que amasaron la vida.



martes, 5 de octubre de 2021

Fuerte

Consigna del Mundial de Escritura: 
escribir un poema a partir de un juego de la infancia 
y algo que pueda representar hoy en la vida.
 

En un fuerte de madera con yeso
parapétanse hostiles soldados
ante un enemigo despiadado
que se cierne con apetito avieso.

Qué infortunio traen entre las sombras
de esos pliegues de plástico blando,
qué mañanas irán acribillando
sin modesta trinchera bajo alfombra.

Atacan (sin piedad) desde los riscos
los malos, los oscuros, los infames,
y por atronador que el cañón brame
refuerzan la defensa los ariscos.

Apenas encontraron parapeto
en alto un estandarte, una bandera,
provee de carbón a esas calderas
y remonta corazones en el reto.

Renuevo mi estrategia de soldado
que no entiende en la liza de renuncios
y no requiere de prístino anuncio,
saberse frágil y de escudos demudado.

El fuerte es la coraza de mi cuero,
las huellas en mi carne los soldados,
los filos que me han atravesado
indican ya las causas si me muero.

Y vos, mujer franca, la bandera,
la pausa, la proclama, la elegía,  
y el pendón que luzco en la porfía
de las lides que juntos ya enumeras.

Te contemplo y enciendes la mirada,
azuzas ya mis luchas sin reparos,
reanimas las defensas, mis amparos,
mi fuerte, mis soldados y mi espada.

sábado, 25 de septiembre de 2021

Otros ellos y nosotros


Ellos siempre ganan o casi siempre, pero da la sensación que siempre lo hacen. Nosotros siempre perdemos, o casi siempre, la sensación es la misma. Ellos celebran los empates sobre la hora. Nosotros, ninguno, pero nos sentimos dignos cuando revivimos a pesar de todos y todos. 

Ellos hablan de las grandezas y los honores acumulados a lo largo del tiempo, nosotros de modestos triunfos contados con los dedos, que serán manifiesto y leyenda, ternura y caricia cuando las tormentas arrecien.

Ellos saben de mieles, de té con dulces masas, nosotros de mate cocido y sánguche de mortadela sopado. Ellos y nosotros merendaremos felices de haber tocado el cielo con los labios, aun siendo cielos distintos, qué más da. Pero lo importante es rozar lo eterno. 

Para ellos, que toman lo que quieren, van y lo tienen, el tiempo es lo que transcurre entre un logro y el siguiente. Para nosotros, que deseamos lo que ya tenemos, porque perderlo es cuestión de tiempo, el tiempo es ese andar hacia la muerte que llevamos como designio a contrapelo y de vez en cuando podemos burlar. La muerte llega y no es invitada, para ellos y para nosotros. 

Ellos paren herederos y blasones; nosotros parimos compañeros de camino, porque en lo efímero de nuestra huella cubierta de arena se suceden otras, crecientes, que se empecinan en buscar sentido. 

Ellos temen perder. Una vez es del todo posible, dos es preocupante, tres es catástrofe. Nosotros sabemos perder. La cuenta empieza en tres (más, no las tenemos en cuenta), si disminuye a dos el dolor se esperanza y si es una sola salimos sonriendo a la calle sin que nada nos arruine el día. Sabemos que hay derrotas próximas, pero aprendimos a bailar en el vendaval. Disfrutamos de la pequeña alegría carnavalera que transmuta alguna inusitada victoria en el guiño cómplice que nos convence que no todo está dicho. 

Ellos necesitan espectadores de su felicidad, de su opulencia y su poder. En la imagen está su esencia. Si no es posible la imagen feliz, entonces será la construida sobre la desgracia del otro, que si no se conoce hay que publicarla. Ellos no necesitaron de nadie para ser lo que creen ser. Claro, las mentiras dichas por los sonrientes modelos publicitarios, son menos mentiras, al parecer. Nosotros necesitamos manos. Y voces y sueños plurales. Y duras verdades. 

Ellos son uno y uno y uno y uno… Se agrupan cuando tienen adversarios en común. Entonces centran el objetivo, apuntan y disparan. Caiga quien caiga, los semejantes salen adelante porque uno sale primero y los otros detrás. Nosotros elegimos sentirnos comunes, no necesitamos agruparnos. El rival es rival en la contienda, la derrota es la sal. Pero intuimos cuándo vienen por nosotros. 

Ellos no tienen historia, tienen jalones hacia un destino escrito por dioses que los eligieron. Las certezas que blanden sostienen a su realeza y al linaje que detentan. Nosotros arrastramos las decepciones y las ruinas de los nuestros florecidas en la novedad de la primavera. Los dioses prefirieron no elegirnos porque nuestra heredad es la duda y ellos viven de certezas. Entonces, en lugar de promesas prefieren darnos afrentas y módicas alegrías, porque no se nos ha anunciado profecía más auténtica que descubrir la historia en nuestras manos.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Elogio de Sergio

Este es un texto del Mundial de Escritura. 
La consigna era: escribir un obituario de un ser querido.

 
 

Toda vida llega a su fin, incluso la de los seres que amamos, esos seres valiosos que han estado a nuestro lado en los momentos felices como en los aciagos. Es una ley universal, como la gravedad, inexorable, bajo la cual nos movemos y existimos. Con dolor despedimos a Sergio, hijo singular, esposo fiel, padre abnegado, amigo incondicional, asiduo lector, contribuyente puntual, trabajador incansable. 

Hijo singular, único, de aquellos viejos inmigrantes europeos que vinieron a hacer la América y bien parece que todavía no pudieron empezar. O la América se nos presenta hecha y deshecha, como prefiera el consternado auditorio. Hijo singular, único, que ha regalado a sus padres los días de su existencia como efímera flor que un día se marchita y adeuda el perfume, así lo llorarán sus múltiples acreedores. Hijo tan especial cuya singularidad espoleó a sus progenitores a la negativa de continuar procreando incluso contra el mandato itálico que se preciaba de multiplicar descendientes. 

Esposo fiel. Fiel al escurrirse sereno e inadvertido de todo apremio entre los muros hogareños. Fiel a las pulsiones interiores, esas que pugnan por ver la luz, preferiblemente a oscuras, tal el candor de nuestro finado amigo. Esposo fiel a las delicias de la buena cocina, rara vez compartida con su malograda esposa, que decidió abandonarlo en sus años mejores en su desesperación por arañar la gloria. Pobre, entendía que la Gloria manaba mejores mieles para deleite de su lábil esposo. Loadas sean las fidelidades de nuestro querido Sergio. 

Padre abnegado. Ha negado la responsabilidad por la semilla derramada en el feraz surco promisorio de molicie y dulce galbana. Ha negado otorgar el derecho de la savia que retoñó en vivaces zarcillos que reclaman. Como padre, ha negado la palabra, la pequeña hidalguía de mirar al rostro y mojonar las sendas de los que vienen. Todo con el propósito de que sus hijos eligiesen libremente su ventura desasidos de los escollos de la enseñanza patriarcal. Hijos, que —ingratos ellos— fueron optando por caminos desamorados en su propia elección vital y a quienes hoy se les niega toda posibilidad de percibir los bienes que generosamente ha amarrocado el querido Sergio en una previsión elogiosa para los propios. 

Amigo incondicional, sin condiciones para repletar sus redes sociales de gente que desconoce y que, según su deseo, hasta último momento y más allá lo mencionan en sus muros, lo felicitan por sus logros y los alientan en sus derrotas, que han sido siempre dignas de elogiar por su heroicidad y derroche de valentía. No vengan —era su proclama— a ponerme condiciones quienes no me acepten como soy. Y menos quienes me presten dinero. Esos no son amigos, son usureros a los que la máscara pronto se les desliza. 

Asiduo lector. Leía así, a dúo con los amigos las revistas que estos compraban, tal su inteligencia para eludir las artimañas más acendradas de los mercaderes capitalistas. Nos ha dejado grandes enseñanzas como la de solicitar el semanario local al día siguiente de la edición algunos remanentes para trabajar las noticias en la escuela con sus alumnos, noticias que eran su lectura de fin de semana y combustible erudito en los asados a los que invitaba a sus amigos que trajesen una porción generosa en la que ocultar veloz y prudentemente unas costeletas amarillentas. 

Contribuyente puntual a la solicitud de prórrogas y moratorias, de descuentos y rebajas. Cuantos lo amamos conocimos su exhortación a las maniobras más inverosímiles para evitar el control del estado sobre sus bienes, que le pertenecen y sobre sus deudas, que gentilmente ha sido capaz de transferir a propios y extraños. Artista en la técnica del regateo, ha logrado fletes por monedas y viajes en remises a cambio de facturas oreadas garroneadas en la panadería, atento a las bolsitas remanentes del día anterior. 

Trabajador incansable. Hoy, en el día de su deceso, alzamos en un pedestal su lucha contra la explotación obrera, la aberrante alienación de los asalariados. Lucha sin fisuras ni arañazos, por cuanto sus ideales lo impulsaron a gestar la transformación social desde la profunda y comprometida reflexión ajena a callos que pueblan las manos de los oprimidos. 

Horas y días nos llevaría elogiar a nuestro amado Sergio, así como él se lleva al sepulcro sus más ínclitas virtudes: hijo singular, esposo fiel, padre abnegado, amigo incondicional, asiduo lector, contribuyente puntual, trabajador incansable. Hasta siempre, vuela alto. 

Bien, tengo las palabras que pronunciaré en la despedida de Sergio. Espero que venga alguien, detesto que me hagan escribir en balde.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Es la casa

Este es mi texto del primer día del V Mundial de Escritura.
La consigna era: escribir una historia
que transcurra en una casa encantada.

 Hoy, que mis años languidecen en atardeceres largos que se suceden desde el alba, me encuentro tan despierto, tan alerta, que los recuerdos me atropellan tan vívidos que intimidan.

Creo haber acudido al llamado de una tía de Paula, mi novia en aquellos años en que el miedo era algo extraño que les sucedía a otros. Oía voces, murmullos, quizás zumbidos, esas cosas tan comunes en una mujer sola que sabe que sola debe afrontar sus horas por largas que sean. Y que de vez en vez al principio, luego más frecuentemente acude a parientes y vecinos, los pocos que responden, por pequeños favores o para denunciar dolores nuevos o los de siempre. Para reclamar esa atención que alguna vez tuvo de un compañero y de algunos hijos que ya no mencionaba.

Los más cercanos, incluida Paula, soltaban frases poco tranquilizadoras para la tía, pero tal vez para quien las enunciaba cumplían la misión de deshacerse del incómodo sortilegio del compromiso perenne de acudir  a su llamado. Serán gatos en amores, tal vez una atrevida comadreja.

La casa, nena, es la casa, algo malo tiene. Los reclamos arreciaban en la medida que consolidaba mi relación con Paula y con ello la necesidad de un techo común. Qué tal si le hacemos compañía por un tiempo. Esa doble misión en la que a veces nos embarcamos por solucionar dos problemas a la vez y que suele involucrarnos en terceros que no estaban en el horizonte. La tía, feliz, menguaba sus pesares y reclamos. Algunas veces mencionaba las voces, pero sin darle demasiada importancia. Debo decir que yo también escuchaba algunos susurros en días y sobre todo noches aisladas. El anguloso perímetro de casi un siglo contrastaba con las construcciones modernas —más bien cuadradas, optimizando la superficie— del barrio. Se diferenciaba perfectamente porque además se centraba en un terreno doble, sin medianeras ni contacto con las construcciones aledañas. Perfil, me decía, que colaboraba mucho con la generación de extraños ululares ventosos.

A medida que la rutina nos afianzaba en la casa notaba que Paula cada vez más asiduamente mencionaba la imaginación de la tía y no pocas veces me asociaba. Su media sonrisa testaba a favor de cierta conmiseración teñida de un leve disgusto por mis comentarios acerca de los indefinibles susurros que se oían. Me cuesta relatar acontecimientos que no lo fueron, pequeños detalles o gestos, pequeñas situaciones cotidianas en las que pudo verificarse que Paula desconfiaba de mí como yo de la indefinible casona. Sin embargo, puedo relatar cómo la tía fue atenuándose en su vida con la misma cadencia como sus certezas acerca de los susurros se afirmaban unas sobre otras. Una tarde sintió que la llamaban y decidió dejarse morir negándose a ingerir alimentos por unas semanas. Fue entonces que resolví que lo mejor era marcharnos de la casa, que no sería nunca nuestro hogar. Paula, apoyada en sensatos razonamientos, argüía que huir espantados por unas supuestas voces no obedecía a nada racional, más que el eco en mi cabeza. Y yo, yo no podía pronunciar otras palabras que las de la tía: es la casa, nena, algo malo tiene, aun sabiendo que con nuestro magro sueldo de empleados no alcanzaba para un alquiler decente, mientras que teníamos a nuestra disposición tan magnífica construcción que podría arreglarse con poco.

Ese murmullo indefinido tornaba a frases más claras, que comencé a anotar en un cuaderno. Arreciaron cuando me accidenté cayéndome en un intento de reparación del tejado y Paula se ausentaba por diez horas, redoblando esfuerzos en su trabajo. Al volver me encontraba taciturno y ella, mascullando por lo bajo quizás lamentándose por soportarme, se disponía a hacer la limpieza y ordenar la sala. Un día, silenciosa, cuando yo aún no lograba valerme por mí mismo, preparó unos bolsos con su ropa de más uso y se fue sin saludar. Quedé un tiempo solo, lamentando mi suerte y, todavía peor, sin oír en lo sucesivo las voces que me aterraron durante años.

Un día, no hace mucho, se detuvo un auto viejo en el portón de entrada. Una pareja vivaz, muy jóvenes. Atuendos coloridos y rastas larguísimas. Les encantó el lugar y decidieron quedarse aun cuando les susurro desde mi atormentada soledad: ¡Váyanse! Es la casa, chicos, algo malo tiene.

domingo, 25 de julio de 2021

Don Alves

Este es mi texto del octavo día del Mundial de Escritura.
La consigna era: escribir una historia en la que
descubramos a un personaje a través de un gesto.

 Eran esos años en los que los vecinos salían con una tacita a pedir un poco de harina, azúcar o aceite a otros vecinos. Modesta solicitud que sería recompensada luego con unas tortas fritas o pastelitos los días de lluvia. Costumbre de campo adaptada al formato rectangular de la ciudad con sus esquinas y veredas, que confinaban toda nueva construcción al formato de un solo frente y con escaso margen de elección para el aprovechamiento del sol y la sombra. Los días de lluvia gran parte de los trabajos del campo se imposibilitaban. Los peones se refugiaban en los galpones, reparaban herramientas, acomodaban un poco, pero sobraba tiempo. Ponerse a hacer tortas fritas era un entretenimiento a la par que una forma de alimentarse sin demasiada demanda de recursos.

La aparición de las grandes metalúrgicas transformó al pueblito en ciudad y a la ciudad en una telaraña de nuevas relaciones, nuevos oficios, nuevas economías. Los venidos del campo, de lugares más agrestes, con oficios rurales debían adaptarse, aunque este término no significara nada para ellos. Su adaptación consistía en ir aprendiendo en el día a día el ajuste a ritmos impuestos cada vez menos por la naturaleza y cada vez más por otros relojes. Pero también consistía en enseñarle a la ciudad ciertos rasgos de hidalguía, cierta parsimonia dulce, ciertas costumbres que la vida en el campo les había impreso. Pedir prestadas herramientas, útiles de cocina y hasta la bicicleta eran situaciones usuales y que no conllevaban vergüenza ni se respondían con una cascada de cuidados a tener en cuenta.

El hombre pasaba los ochenta, había capeado demasiadas tempestades, sabio de trabajos camperos con el manual tallado en las formas angulosas del rostro y en algunas cicatrices a la vista y muchas de las bravas prudentemente ocultas. Pero no contaba demasiado, había que tirarle mucho la lengua para que suelte dos o tres frases o recuerdos. Otros paisanos eran más dicharacheros, tenían un “dicho” para cada ocasión y cualquier excusa la tomaban como puntapié inicial del minucioso desgranar de una anécdota.  Don Alves era más bien reservado, pero no taciturno. Contaba poco de su historia, aunque solía ser buen conversador con los vecinos. Los años que llevaba encima, en conjunción con la soledad de los últimos ocho, le impedían a veces salir a hacer las compras.

No encontraba su palo de amasar, toda una deshonra. Se llegó hasta nuestro hogar, que no era lindero, pero estaba en la cuadra. Mi madre, solícita, buscó el suyo, le sacudió un poco la harina pegada de la última amasada, que le salgan ricos esos ravioles, no hay apuro por el palo. Don Alves agradeció y al encaminarse hacia la puerta el Morro salió desde atrás de una cortina y tras un salto de cazador avezado lo mordió en el tobillo. Sin mediar lapso de tiempo, un palazo deslizante revolcó al gato al sitio de dónde venía. Mi madre quedó atónita, la rapidez de la reacción del viejo, el movimiento de su muñeca desde la posición en la que estaba hasta dar el sablazo, la fantástica transformación de un hombre decadente en un elástico ser de algún heroico linaje, parecieron transformar la escena en un relato mítico.

Los segundos que siguieron no vieron mimos al gato asustado por parte de mi madre, sino un aluvión en su mente de frases y breves relatos que Don Alves rara vez fue soltando en las décadas de vecindad. Vida en el noreste santafesino, Las Toscas, o Tacuarendí o Florencia o en todos ellos. Peón rural en lugares donde los obrajes se confunden con el monte y este con los bañados y los cañaverales. Donde el sudor es el temple para el cuero trigueño que remonta los años en los pagos raleados, en el rancho de quincha, en la furia de las sabandijas que ven asolada su tierra. Donde el tabaco no era tabaco si no alcanzaba y la danza del chupe barato remozaba la peonada con la temprana ida de los menos recios. Cuando venir al sur era promesa de empleo, de horario de trabajo y de descanso, de sueldo fijo y con suerte una casita de material para la mujer y los hijos. De amontonarse en el tren y embelesarse con el ondular del trigo y la firmeza del maíz.

En ese breve y espontáneo ensueño estaba mi madre cuando Don Alves agachándose lo que el cuerpo le daba intentó estirarse para acariciar al Morro, que huyó como si se le acercara un dogo satánico, pero tan lentamente que quedó a mitad de camino, mientras intentaba disculparse: –perdone, me vino a la mente una yarará– y, abriendo la puerta de calle mientras miraba el palo de amasar:  –como si fuera el machete.

Mi madre que hoy tiene la edad de Don Alves en la ocasión, suele contar esta historia tan terrena y trivial una y otra vez a sus nietos. Parece advertir que hay ocasiones en que las personas despiertan una magia que no saben que poseen, magia que es tan propia como las dichas y desdichas de su vida pero que en un destello lo iluminan todo, incluso lo que no se dice o se escribe.