Con once años son otros los horrores, efectivamente.
Jugar a las escondidas se podría considerar casi normal una tarde de primavera; jugar en grupo, en las veredas gritando y chillando como chicos que solo le temen a los castigos de los grandes, pero había otros miedos más profundos. Miedos que aparecían en las conversaciones a media voz de las mujeres y el silencio casi obstinado de los tipos que, metalúrgicos y marrones como mi viejo, ya no podían reconocer un lugar como propio. Fascinado y aterrorizado, desde la ventanita de la puerta de casa vi -vimos- llegar con mi familia, la larga caravana que invadía la ciudad. Parecía sacado de una película de guerra, el grueso llegaba por la Ruta 9 (hoy Ruta 21). Los veíamos apostarse en todo el predio de Las Dos Rutas, atrincherarse en las grandes cunetas del Chapuy al frente de casa, comunicarse por radio. Yo no decía nada, nadie decía nada. Sólo esperaba que de un momento al otro apareciera un enemigo que simplemente no existía. Entonces, por las noches, las corridas por los techos –de soldados, creíamos—nos obligaron a mi hermano y a mí a dormir en la pieza de la Nona, que no daba a la escalera como la nuestra.
Es que Villa estaba invadida. Mis viejos no me dejaban hacer refugios para juegos en los baldíos, ni correr cuando veíamos un extraño, no sea cosa que los fachos nos peguen un tiro. Yo me imaginaba los fachos como alguna especie de monstruos de película, que no tenían contemplaciones con los seres humanos… finalmente no estaba tan equivocado…
A Carlitos Ruescas –que vivía en la cuadra de atrás- lo vigilaban, a Manuel Duarte –que vivía a la vuelta— lo vigilaban. Había tipos raros dando vueltas por el barrio, se apoyaban en los tapiales y de vez en cuando hablaban por radio o charlaban con otros que se acercaban en auto. Los vecinos ni siquiera se atrevían a salir a la vereda en esos casos. Mis viejos me decían que si preguntaban por alguien dijera que no lo conocía o que no sabía nada, pero nunca me preguntaron, aunque sí a otros chicos.
Con once años son otros los horrores, efectivamente. Pero otra dimensión del miedo nos iba a traspasar una tarde de primavera jugando a las escondidas con el Jole y dos o tres de los chicos del barrio. Marcelito Ruescas no estaba con nosotros, hacía un tiempo que no lo veíamos, pero igual jugábamos en el tapial de Prunes, frente a su casa. Sin prestarle demasiada atención vimos llegar un Renault 12 naranja y un Falcon negro. Pero si los autos no decían nada, los tipos que venían en ellos, sí y las armas que traían, mucho más. Ahí nomás dejamos de jugar y sin pensarlo demasiado nos sentamos al solcito contra el tapial a ver a qué venían por el barrio.
Bajaron tres o cuatro de los seis o siete que eran. Al mando se veía un tipo más petiso y robusto, de poco pelo, con anteojos negros que nos miró como con asco y luego haciendo caso omiso de nuestra presencia. Abrieron el portillo y golpearon la puerta. Como tardaban en responder se impacientaron, dieron algún golpe con la culata de un arma y algo dijeron en tono imperativo, pero mi fascinado horror no me permite recordar palabra alguna, más que entender que se estaba bañando y por eso tardaba. Al final, salió Carlitos, sin sorpresa en el rostro, pero con expresión triste. Lo llevaron a uno de los autos con el revólver a la cabeza y una ametralladora por la espalda.
Al volver a casa y contar, mi mamá no podía creer. Carlitos y Mabel su esposa eran conocidos de toda la vida desde que vino a Villa desde su pueblo. Mabel vivía a la vuelta de la casa que alquilaban antes de casarse. Ambas y con otras amigas disputaban divertidos carnavales con Carlitos y otro muchachos, como se estilaba. Carlitos era incapaz de portar un arma y menos de usarla. Era un buen tipo, nada más ni nada menos que eso, con la única culpa de pensar que vale la pena el compañero de trabajo, que valen la pena los compañeros.
Cuando mi tío Tristán vino con la noticia unos días después, mi vieja se puso a llorar a mares y mi viejo se hundió más y más en su triste silencio. Habían encontrado a Carlitos, a Julio Palacios y a la abogada María Concepción De Grandis horriblemente asesinados con una saña increíble en una zona rural.
Yo apoyé los brazos sobre la mesa y la cabeza en ellos y repasaba mentalmente la tarde fatal en que se llevaron a Carlitos, fuimos los últimos del barrio en verlo con vida, una vida que él seguramente sabía que se le iba, que se la robaban. Cuando le tocó a Manuel -eran los mismos tipos- sus familiares alcanzaron a decirles que no estaba en la casa. Mientras los entretuvieron, Manuel salía por el fondo a casa de otros vecinos y de allí al exilio en el propio país, en la propia tierra varios años…
Con once años son otros los horrores, efectivamente. Villa estaba invadida, la muerte se hacía cotidiana y cercana. Pero no la muerte de la vida que llega a su culmen, la muerte de la vida segada inútil y cruelmente.
Aún hoy, ese tapial, esa casa del barrio, me traen invariablemente el doloroso recuerdo de los que no están, del sufrimiento de mi vieja y el hondo silencio de mi viejo que nunca más tuvo ganas de ir a truquear con sus amigos al club, no sé si por otros conocidos asesinados en un bar, si por temor a dejarnos solos en las tardecitas o algún otro miedo y, la verdad, nunca me atreví a preguntar aquel porqué.
Nunca volví a ver a Marcelito Ruescas, no sé si pudo ser luego alguna vez el pibe alegre, con esa insolencia inocente y esa picardía desbordante que tenía. No creo… Con once años, son otros los horrores, efectivamente… definitivamente.