ETERNO RETORNO

Estas historias son como lanitas sueltas que la nona va ovillando en un bollito y una vez que adquiere volumen, las va desovillando para hacer algo con todas como si fueran una sola cosa. Así son estas narraciones, dichos, frases sueltas, conjeturas patinadas por una memoria tenue que -a veces- toman forma en la mano de quien las intenta reunir.

sábado, 11 de junio de 2016

Soli

Hay días en que uno tiene una preocupación que da vueltas por la sesera y no deja pensar en otra cosa. Pero uno es un pedazo de cabeza dura que le da y le da para adelante y hace como que puede con la vida que lleva y con esos problemas que se apersonan para sacudirlo y apoderarse de sus horas. En eso, juro que en eso, iba por la vereda olisqueando ese guisardo comprador victorioso de alguna cocina envaporada que se arremolinaba para encontrar refugio seguro en el porchecito de mi casa. Cómo se hace para conservar la estricta lógica que uno pretende cuando tiene un dilema que resolver si se encuentra inopinadamente arrastrado por esa corriente de mágico fluir de olla.

Empecé a decirme o, mejor dicho, a sacar conclusiones, apresuradas inferencias del origen de esa seguramente artemisítica oleada nasal. Será de la vieja casa de tejas de doña Soli, me dije, que dicen que cocina como los dioses del olimpo si estos se lo propusieran. Dicen, nada más, nada que haya logrado empíricamente corroborar dada la absoluta infranqueabilidad de esa casi centenaria puerta de madera gruesa como un cabio de techo. Los mayores, aquellos que han compartido más tiempo de tortas fritas en las tardes lluviosas, de mate bajo los aleros o en la vereda, los pocos que van quedando de vez en cuando desgranan en sus labios gastados algún elogio recargado de palabras de aquella vecina cocinera que apenas salía a la luz cuando entibiaba el tímido solcito matinal.

La pesada puerta se abrió algunas veces para mí, cinco, diez, tal vez alguna más, no lo sé. Casi todas en esa infancia donde los dolores de panza requerían sí o sí que alguna comadre curara el empacho con el centímetro de la costura, ese que más de una vez llevaban colgado al cuello como insignificante bufanda. Entrabas a esa casa como entrando a un santuario de un tiempo que se postula feliz para darle sentido a un presente regularón. Los muebles, siempre oscuros, tenian patas que remedaban unos a otros. Aquí una cómoda con patitas cabriolé, allá un trinchante con pie de bollo y a lo sumo la primera mesita de madera para el tele con patas torneadas. Y pará de contar. Las sillas de la cocina tenían patas que se afinaban conforme bajaban a los mosaicos de granito bien moteados que duran para siempre y disimulan si hoy no se barrieron. Y estaban tapizadas con un grueso cobertor plástico -bien modernas, decían- corrugado en cuyas costuras asomaba un festón cilíndrico blanco, ávido de ser arrancados por las uñas de los niños cuando los grandes se distraen hablando precisamente de cosas de grandes. Las fotos que adornaban la cómoda, quizás reflejaban hasta los fantasmas de abuelos de doña Soli. No, abuelos no creo, tíos mayores con suerte, no habría fotos de ese pasado decimonónico. Los cuadros eran más adustos, prominentes, intimidaban al visitante declarando un linaje que pasaba de la campiña a la pequeña ciudad industrial como blasón de ascendencia.

Los santos, vírgenes y cristos sufrientes poblaban todo lugar que no enrostraba una foto. Detrás de la puerta de entrada un San Cayetano medio escondido provocaba la curiosidad suficiente para preguntarse qué miércoles está haciendo con una espiga reseca atada con esa cinta roja que además cumplía la función de sostenerlo a una bisagra o sencillamente a una tachuelita o una chinche retorcida. Retorcida o no, cumplía su función, porque el santito impertérrito flameaba de lo lindo al abrirse la pared de madera y volvía a acomodarse quietecito. Parecía gozar con las briznas de aire fresco, libre de los pesados olores de casa antigua y poblada por un eterno matrimonio, que quizás se fueron antes de la fecha de defunción porque no se avivaron -ni pudieron hacerlo- de que la vida de la ciudad era más larga que en el campo, aunque los momentos fuesen más cortos.

Franquear la puerta era adentrarse en ese mundo donde veías salir al encuentro a doña Soli invariablemente cocinando y secándose las manos en el delantal, o lavando y secándose las manos en el delantal, o haciendo cualquier tarea doméstica y secándose las manos en el delantal. Si el motivo era empacho -uno de los dos posibles; el otro llevar tortas fritas si antes trajiste prestada un poco de harina o azúcar, que siempre escaseaba o el garroneo oportuno de azúcar o harina en una tacita que indicaba no más que eso, pero tampoco menos por favor- luego de secarse las manos te acomodaba en el medio de la cocina paradito, se descolgaba el centímetro del cuello y persignándose y santiguándose varias veces pronunciaba unos mágicos conjuros mientras apoyaba el codo en el extremo de la cinta numerada -que había apoyado antes en tu ombligo y ordenaba que la retengas- y bajaba el antebrazo hasta tomar sutilmente con los dedos índice y mayor el lugar de la cinta donde llegó la maniobra y repetir el procedimiento hasta que al acortarse la cinta, la mano que bajaba como barrera te dé en en ombligo si no estabas empachado, o más arriba hasta posiblemente en la frente si lo estabas en alto grado. A veces lo hacía también de espaldas, sabe Dios en qué casos. Si la cosa era brava, te hacía ir al otro día para volver a curarte. Vos cavilabas sobre la mecánica del procedimiento, el porqué de que la repetición de movimientos sobre una cinta de longitud constante daba a distintas alturas en distintas oportunidades, el cómo hacía para que los santos convocados respondieran de modo que todo termine en una curación. Pero al final desistías, porque te rendías a la evidencia de lo mágico, tarde o temprano te curabas y la razón racional era la curación de doña Soli, que no fallaba.

Las medias hasta debajo de la rótula, enrolladito el sobrante, eran perennes. La pollera ancha, como ella, siempre con grises. La cara hexagonal que llevaba los anteojos como un accidente geográfico más. La caminada gringa, pesada, que no sabía de apuros o no respondía a ellos. Doña Soli un día quedó al cuidado de uno de sus hijos. Don Esteban se fue de un ataque al corazón, como se decía. Ella lloró un poco, pero los parientes lloraron más demostrándole de una vez por todas un cariño enorme se ve que bien guardado. Y un día -años o pocos meses después- partió ella. No estaba muy apurada en irse y así entretuvo a hijos, sobrinos y vecinos un tiempo, quizá solamente para enseñarles a ovillar y desovillar manojos de paciencia como la suya, que era de quejarse del tiempo y nada más.
Se llamaría Isolina, afirmo para mí, mientras la corriente de tomate y laurel remezclados me cachetea inclemente. El sol hace lo que puede para trepar en el cielo de junio, pero hasta media altura llegó su amor y en unas horas se desplomará desinteresándose de la cocina, empachado de frío.
El recuerdo de un velorio concurrido es promesa de vuelta a ese darse cuenta que en alguna otra casa de la cuadra se guisa al modo de doña Soli mientras sonrío cuando caigo al corriente de que nadie podrá ya curarme el empacho si me doy una panzada.
No hay caso, no se puede conservar la estricta lógica para acometer los problemas de la vida si persiste alguna magia de guiso del inexorable invierno que se avecina.

9 comentarios:

  1. ¡Cuánta melancolía hermano!
    Me hiciste acordar al instante de Doña Enriqueta, que vivía a la vuelta de mi casa cuando era chico y curaba el empacho. Aunque creo que no cocinaba bien (supongo).
    La mina era enfermera, y había sido ayudante de partera en el nacimiento de mi viejo.
    El tema de los aromas de la comida y los recuerdos me invadió hace poco, cuando me tomé un par de horas en el laburo para hacer un trámite y a pleno mediodía y gracias a unas milanesas con puré me vi siendo un chico de 10 años que volvía con sus amigos de la escuela haciendo fechorías en el camino.

    Por este y otro relato, supongo que habremos tenido una infancia parecida, ¿la tuya fue en Villa Constitución?
    La mía en José León Suárez, uno de los tantos barrios del Conurbano, a 60 cuadras de la Gral Paz

    Me sacudiste la sesera
    Te felicito, gran relato
    Abrazo de tiro libre de Pipo!

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    1. Creo que quien más quien menos ese revoltijo de imágenes y olores que traemos de la niñez nos aflojan las patas.
      Yo viví siempre en Villa. Aquí se produjo un gran cambio cuando en los 50 60 se instalaron las grandes metalúrgicas y siderúrgicas (Acindar, Metcon -la ahora conocida por su cierre como Paraná Metal- y Somisa, ahora Siderar aquí cerca en San Nicolás). Miles de jóvenes de vida más o menos rural se vinieron a trabajar en las fábricas y cuando se pudieron hacer la casita trajeron a su familia, los viejos y los hermanos.
      Sobre todos los viejos (generación de mis abuelos) reproducían en la ciudad las casas de pueblo. Me fui enterando de eso cuando visitaba a los tíos que quedaron en los pueblos y sus casas eran como la de Soli (era otro nombre, pero para no incinerar...).
      Y es cierto lo de las infancias, calle, pelota, gomera, escondidas etc.
      Abrazo de rascada bien abajo de Blas!

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  2. Querido Oso tuviste suerte, pues a mi me toco bailar con la más fea. La recuerdo, parecida físicamente a doña Soli, la llamábamos "La gorda miseria", no recuerdo el motivo. Vivía en Villa Urquiza y te decía que baile con la más fea, porque la gorda tiraba el cuerito y me hacía ver las estrellas. Tres tirones en la espalda que eran una tortura.

    Me gustó tu historia, es un retrato de un tiempo que pasó y que ya no se estila. Muy bien narrado.

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    1. Jajajajaj era parecida, pero mejor no encontrársela. Si le decían "la gorda miseria" algún poderoso justificativo tendría. Por suerte no me tocó que me tiren el cuerito, a mi hermano sí. Aunque creo que no me tocó porque no me alcanzaron, jaja.
      Besos

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  3. Por estos barrios también había pasadoras de cintas ¡¡y el éxito que tenían!! se forraban pidiendo la consabida "voluntad". Mi madre las conoció pero yo no, aunque en un pueblecito cercano al mio hay un señor, DON José, que te agarra por detrás, te sube los brazos, te da cuatro sacudidas y te pone todos los huesos o músculos en su sitio, lo de los empachos no lo sé... aunque igual debería ir porque ayer me regalaron cerezas y no pude dormir de indigestión, jajajajajaj. Tragona yo!

    Un beso y feliz fin de semana.
    Qué difícil es dejar de pensar amigo...

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    1. Bueno, esos curanderos que cobran y hacen un dinerillo también abundan (y abundaban) por estos lares. Esta mujer, como las comadronas venidas del campo no aceptaban nunca dinero o dádivas. Eso sí, cuando los días de lluvia eran propicios para hacer tortas fritas, buñuelos o pastelitos, siempre un platito se llevaba de la vecina en cuestión.
      Y sí, uno se empacha y tal vez en lugar de ranitidina o algún químico...
      Besos
      Besos

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  4. Cuanta nostalgia en su historia me encantó. Le cuento una pequeña anécdota, en mi ciudad un médico cirujano muy prestigioso aconsejaba ir a una curandera cuando del empacho se trataba, decía él "los médicos no curan el empacho”. Un sabio el hombre, porque aunque fuera un profesional no dejaba de valorar esa especie de “medicina alternativa”. Ah! tbn lo hacía extensivo a la “culebrilla”, que había padecido y obvio se lo curó doña Margarita (nombre supuesto).

    Abrazobeso y que lindo leerlo querido Oso.
    REM

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    1. Ah, por aquí también pasa así. Se ve que son modos extendidos de medicar, jejej
      Besos y gracias!

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