ETERNO RETORNO

Estas historias son como lanitas sueltas que la nona va ovillando en un bollito y una vez que adquiere volumen, las va desovillando para hacer algo con todas como si fueran una sola cosa. Así son estas narraciones, dichos, frases sueltas, conjeturas patinadas por una memoria tenue que -a veces- toman forma en la mano de quien las intenta reunir.

viernes, 24 de junio de 2016

Ese día y no otro

Yo no quería. El damasquero estaba ahí, firme, enhiesto. Plantado a escasos tres o cuatro metros de la galería que remataba la casa hacia el breve patio y la amplia huerta que nos daba casi todo, excepto papas y camotes, claro. Competía con los dos mandarinos, la higuera, el naranjo y el limonero que estaban desde que los primeros recuerdos de intentos de trepada infantil me los traían. Era joven y fuerte y ya casi, o rotundamente más alto que los demás. Cada año amenazaba, pero no daba nada y esto, en silencio, hacía que todos lo valoremos menos que los demás frutales.
Claro, la higuera no servía para jugar. Era bajita, daba unas brevas melosas que se deshacian en la boca, unos higos luego consistentes y sabrosos.
El limonero era sagrado, daba tantos que con mi hermano llenábamos un cajón que había sido de manzanas y se los llevábamos a doña Filomena, la verdulera del barrio para que nos recompense con unos pesos un poco astrosos, pero para nosotros una pequeña fortuna que entibiar con el puño asegurándola dentro del bolsillo de pantaloncito. Como su tronco se separaba en dos ramones a menos de un metro del suelo era apto para trepar, pero apenas una subidita y basta. Una especie de tabú no escrito en ninguna restrictiva paulina nos impedía lastimar su tronco o sus ramas. Tal vez porque fuera el más útil para curar de todo y para la cocina, tal vez por el temor de nuestros padres a que una espina nos lastimase o quizá porque es mejor que no encontremos explicación a esa mirada sobre el árbol como si fuera no menos que una zarza ardiente que no dice cosas triviales.
El naranjo no era simpático, era como un abúlico empleado que cumple con su deber sin más que tirar unas deliciosas naranjas sanguíneas durante su temporada, pero nada más. La copa era demasiado abigarrada y alta como para intentar subirse, exigía enganchar las naranjas altas entre los dientes del rastrillo y dar un tirón seco para que caigan sin romperse, tal la consigna de estos casos.
Los mandarinos eran fabulosamente amistosos. Ambos permitían treparse, armar asientos, llegar a cualquier fruta y comerla en olorosa ceremonia dentro de una copa que abrazaba. El paraíso de los chicos en edad de imaginar guerras solo para vestirse de héroe, porque era lo que correspondía imaginar. Héroe con revólver, ametralladora, espada, florete, ballesta o gomera, no importa, héroe al fin.
Pero el damasquero no servía para nada, solo daba sombra, que no faltaba. Entonces sin cómo ni cuándo en la familia se empezó a soltar y para qué lo tenemos, hace años que está y nada, qué lástima árbol tan lindo y nada, hasta que habría que sacarlo. Yo no quería. Es cierto que lo ignoraba bastante, porque era alto e inaccesible para jugar. Pero la anticipada ausencia en mi imaginación raspó la piel de eso que llamamos pena. Pero no tenía argumentos más válidos que el anuncio de la ausencia.
Y las penas de un chico son dolores que a veces cura un alegrón, que a veces sepulta un dolor mayor y que a veces tienen la suerte de toparse con una abuela. Enterada de la situación soltó despreocupada un eso porque nunca le pegaron. Ah, sí, pegarle -decían los mayores con sonrisitas de costado- para que den. Vos esperalo, dijo la abuela, el día de San Juan le das unos golpes con una varilla y vas a ver cómo empieza a dar, ese día y no otro. Por supuesto pregunté cuál era el día de San Juan. El veinticuatro, dijo, asumiendo que yo sabía que estábamos en junio. Ese día con más pena que antes pero con un pico de ilusión esperanzada le dí un par de golpes con un palo de escoba. El gesto era ampuloso, pero no me animaba a sacudirle un guascazo contundente, así que me refrené no queriendo lastimarlo. Salieron dos golpecitos como para que entendiera qué le iba a pasar si no obedecía.
Apenas vino la primavera cada vez que salía al patio relojeaba la copa simulando no darle importancia. No prometía hasta que unas florcitas trémulas se encogieron sobre sí mismas y envueltos de asombro dos damasquitos empezaron a hincharse relucientes. Explicarlo es inútil, sucedió el milagro.
Al año siguiente esperé a San Juan con la regla de tres en mano. Si dos golpes generaron dos damascos, equis golpes generarían otros equis frutos, por supuesto con el crédito ganado el año anterior.
Tomé otro palo y ahora sí con todas las ganas. ¿Así con que te hacían falta unos golpes? Acá los tenés. Le puse ocho palazos bien puestos que me dejaron vibrando hasta el dedo gordo del pie. Y vaya que el tipo largó ocho damascos en el verano. Ocho. Ni más ni menos.
Al próximo año contra todos los pronósticos que haría gente sensata no golpeé al damasquero el día de San Juan, pero me acordé de lo hecho con lo agridulce de las cosas que se logran con espera, con demasiada espera. Me pregunto si será que ya tenía dos años más que la primera vez y me sentía grande para esas cosas. O será que quería probar si el arbolito aprendió la lección. O será que quería guardar el milagro intacto y no someterlo a la tremebunda posibilidad de que deje de funcionar en algún momento y así resignar la mágica admiración de la vida y la existencia a designios azarosos que escapan a nuestro control. Porque, sospecho, nos acostumbramos demasiado a causas que podemos controlar y si no podemos controlarlas ya no nos interesan. No sea cosa que nos toque hacernos responsables y no podamos echarles la culpa ni agradecerles a cada paso. No tengo respuesta, solamente recuerdo que yo no quería que saquen el damasquero.

12 comentarios:

  1. Algunos arboles se toman su tiempo, si son muy jóvenes tardan en dar fruto. Una historia cálida, un recuerdo de infancia que se va mezclando con las actitudes que a veces realizamos de grandes. Es bueno que los premios lleguen de forma natural, sin golpes ni exigencias.Me gustó.

    mariarosa

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    1. Cosas curiosos o no tanto que pasan en la vida. Los árboles hacen de las suyas sin preguntar.
      Besos

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  2. Muy sensata esa actitud de no querer que sacaran el damasquero. Muy adelantado ecologista.
    Y funcionó o hubo una casualidad oportuna.
    Bien contado.

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    1. No lo había pensado del lado ecologista, buenísima observación. Algo pasó, pero pasó.
      Abrazo

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  3. Muy buen relato, Yo me inclino por la casualidad, pero quién sabe...
    Me gustócuando hablás de las elecciones de los chicos sobre a qué árbol treparse y a cual no. Me trajo muchos recuerdos: hay árboles especiales para la escondida, como el ombú, y otros que sirven para treparse muy alto pero que te deja las marcas en la piel, como los pinos.

    Y recuerdo que a los árboles que no daban nada mi abuela no dudaba, era Stalinsta: los talaba y al carajo.
    Recuerdo el olor a querosen con una higuera que se había empezado a secar pero estaba tan agarrada a la tierra que solo el fuego pudo con ella.
    El limonero no se cómo pero siempre dio. Las parras de uvas eran engañosas, un año todo al otro nada.
    Y en mi barrio lo que más prosperaba era el níspero, pero claro... ¡había que estar desesperado para morfarlos!

    Abrazo de campeonato de basquet!

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    1. Los árboles calificaban según su nivel de "trepadez" para nosotros. Los grandes ponían uno que dé fruta, si no daba a la lona, como tu abuela..
      Las higueras son bravas de sacar, aquí también pasó. En cuanto a las uvas, mis viejos intentaron un año, pero desistieron porque hacía mucha mugre.
      Aquí había pocos nísperos, por eso cuando se podía se garroneaban algunos para probarlos nomás.
      Abrazo de empezar de nuevo!

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  4. Que lindo, cuantos recuerdos vinieron a mí. Cuando eras niña ...muy, iba al campo de unos tíos y a la hora de la siesta nos sentábamos con una prima a comer mandarinas debajo de los arboles, había como mil todos en fila y tbn naranjos, granadas ... etc. y hasta un árbol que había tirado una tormenta donde nos internábamos imaginando un palacio donde reinaba un faraón y nosotras eramos reinas y princesas, yo me auto titulaba Nefertiti jajaja.
    Sorry, me fui de tema me parece pero quería contárselo porque su relato es hermoso y me dio alas para volar .

    Lo besoabrazo amigo mío.
    REM

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    1. Las mandarinas son generosas, se dejan pelar fácilmente, los montecitos de árboles han sido ideales en la infancia para imaginar, soñar, sentirse nefertitis, jajaj
      Beso, Rem!!

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  5. Así es, mi querido amigo. Teníamos nosotros, además de otros árboles frutales -todos contados por unidades-, un par de perales, uno de peritas de san juan y otro que se suponía de peras gordas y dulces. Nada de nada, igual que el tuyo. Un labrador le dijo a mi padre que lo cargase de rocas entre ramas y le diese una buena paliza. En verano tuvimos peras, pocas pero bien guapas, y nunca más dejó de hacerlas cuando le tocaba.
    Los damasquinos son albaricoques, verdad?

    Un abrazo y un buen café.

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    1. Claro, aquí se llamaban antes frutas de Damasco y le quedó damasco al albaricoque.
      Los carozos se utilizan para jugar a la payana, un juego (tengo entendido) similar al dinenti que juegan en España, al menos en algunas regiones.
      Besos y cafelito

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  6. Menos mal que dejó de golpearlo don Oso, no vaya a ser que lo denunciaran por violencia de género naturista!
    Gran abrazo!

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