Esperame, dijo, y corrió hacia la puerta. Lógicamente, me arrellané en el sillón al desabotonar un poco la camisa para indicarle el camino. Sólo un tictac lejano se oía con un tempo que cada vez más se rezagaba al latir de mi pecho rotundo y sediento. Tome el vaso con gesto suficiente y fílmico. Rocé con mis labios su borde, me dejé invadir por el aroma cálido y profundo del vino que destapó.
Justo un segundo antes de comprender la demasiada espera subió una melodía dulce, cansina, y su voz, aquella que me cautivó por primera vez, se plegaba con la síncopa precisa de quien se ajetrea mientras se suma a una canción. Estaba allí. Y se preparaba para mí. Naturalmente me plegué con un tarareo bajo y retenido.
Sabía que volvería a llamarme, que sin mí su todo era nada y su belleza hostil no daría cabida a extraños, que no podría buscar otros brazos ni otros horizontes. Entonces sólo recordé que esa figura flamígera me pertenecía y que una vez más se encendería en mis brazos.
Cerrá los ojos, se oyó desde la otra habitación y desde el fondo de los vasos que reclamaban en la mesa. Los llené hasta la mitad y cumplí el pedido.
Pasos caídos sobre la alfombra indicaban que se acercaba.
Estiré un brazo invitándola. El juego había comenzado. Noté que apagó las luces. Tomó mi mano y la rozó por la trémula piel de su cintura. Sabía que estaba desnuda, siempre fue predecible y siempre simulé no captarlo. Pero su predecibilidad me encedía más y más en la cuenta de los meses sin ella. Ya no cabía en mí, era mía, mi pertenencia y sentía subir el ardor desde abajo.
Cuando te diga, abrilos. Y me dio el vaso mientras el otro paseaba por mi espalda al momento de caer la camisa. Rodeándome en un mar de caricias confuso y demasiado lento, mientras bebía la sentí despojarme de atavíos sin razón ni lugar. La luna me besaba con ella hasta que se apartó suave cuando sus manos me invitaron al sillón.
La plenitud era total, sus manos recorrían mis piernas mientras se arrodillaba, mía.
(Importado de Villeraturas, 11/06/08)
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