ETERNO RETORNO

Estas historias son como lanitas sueltas que la nona va ovillando en un bollito y una vez que adquiere volumen, las va desovillando para hacer algo con todas como si fueran una sola cosa. Así son estas narraciones, dichos, frases sueltas, conjeturas patinadas por una memoria tenue que -a veces- toman forma en la mano de quien las intenta reunir.

domingo, 28 de diciembre de 2008

El Juanjo pudo (una razzia más)


El Juanjo era el menor de la barra, en un sentido al menos, el de la edad. Pero su casi metro noventa era engañoso. Si a nosotros, de altura más intermedia jamás nos llevaron en las razzias, por qué lo iban a llevar a él. Pero sucedió...
Es que vos te metías en un boliche, qué se yo Bimbo's, o Rol, o Clemente en Villa. Olaf, Vieja América, Musicau o el Salón Dorado en Arroyo. O en San Nicolás, o en cualquier lado, si se les daba por hacer razzia, se les daba y punto. Los pibes ya estábamos acostumbrados tanto a la desagradable sorpresa, como a zafar. Los milicos te trataban peor que a trapos. Vos llevabas el documento y en general te salvaba eso si eras mayor. Pero los mayores eran dos o tres, el resto, menores jugando a grandes en la peor de las noches.
Si aparecía el Kaiser, la barra se amontonaba en la vieja nave y era el delirio. Esa noche el Juanjo estaba, -cómo decirlo- deseoso de debutar, de modo que todo lo que pase cerca portando notoria delantera era objeto de su asedio.
El tipo era alto, bien parecido, y en las penumbras aparentaba al menos veinte. Si lo veías a la luz era un grandote chiquilín. Su mejor parla la desarrollaba en el truco y él la trasplantaba sin más al verso con las féminas. Tal vez por el empeño que ponía, mal no le iba y había bailado casi desde que entramos. Hasta que enganchó una minita dispuesta a profundizar la conversación donde fuera o, mejor dicho, en algún lugar de afuera.
Se vino derecho a la barra donde los demás aclarábamos las voces. La minita le llegaba a la mitad de altura, pero lo diminuto en altura lo suplía con generosas curvas, que el Juanjo apreció como óptimas para su ansiado propósito.
¿A qué vino? Obviamente a gestionar las llaves del Kaiser, espacioso, seguro, inviolable, cómodo. Me es imposible contar en pocas palabras el sufrimiento de ese muchacho ante la fingida negativa, con la minita adherida como sanguijuela, irisado el rostro, sin llegar a implorar porque al fin y al cabo no se le iba a negar... Pero que sufra un rato, no le hace mal, según Miguel, que era especialista.
Cuando tuvo las llaves en su poder, creo que en tres trancos llegó a la puerta con la diminuta flameando. A los cinco minutos, la barra estaba en la esquina, calibrando los movimientos del Kaiser, evaluando la calidad del encuentro y reventando al silenciar las carcajadas. Hasta aparecieron rayones de dedos en un empañado vidrio lateral.
¿Le, le sa, sacudimos el auto?, tartajeó el maldito del Teri, rezumando una envidia atroz. Como respuesta recibió un manotazo testicular del Filo, que lo calló por un rato.
Todo iba bien para el Juanjo, con la barra presenciado a pocos metros ya el espectáculo. Pero sucedió... Un Unimog y un par de autos por la otra esquina. ¡Razzia! Ahí ya no dudamos en cortarle la inspiración al Juanjo. Salió uno por cada puerta. La diminuta bajando la mini y la remera, el Juanjo abrochándose todo para el culo y a dispersarse urgente.
Filo y yo caminábamos por una vereda; a diez metros atrás, el Teri y el Juanjo. Los demás en sentido contrario, mientras un par salieron lento con el Kaiser revoleando el calzón de la minita por la cabeza del Teri.
La fortuna no les sonrió. Un auto de la cana pasó despacio al lado nuestro, los tipos escudriñandonos con potentes linternas como a delincuentes y creo que parecimos normales, ya cancheros, hablando en voz alta e impostada como mayores.
El Teri tenía veinte, pero al revés del Juanjo, parecía de catorce. El Teri tenía documento, pero tenía un calzón en el hombro y el Juanjo se estaba abrochando la camisa y tenía apuro por esconder sus dieciseis. Adentro los dos.
El Juanjo reaccionó como los mártires. Lo empujaron bestialmente al auto, pero él portaba como arma una sonrisa grande y con un poco de sarcasmo, que le alcanzó para gritarnos cuando pasaron de nuevo al lado nuestro: ¡loco, la puse!, sin importarle el culatazo que le dejó esa marca que le recordará para siempre el ya relatado evento.

1 comentario:

  1. Ya le dije todo en Villeraturas, pero aquí lo sostengo: Magistral, brillante. Para leer una y otra vez!

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