Siendo las dos de la mañana y no habiendo mejor opinión, decidimos con el Turco, el Marcelo y alguno más rematar la jornada de una forma aceptable. Claro que en esos años no había bares ni boliches abiertos a esa hora en Nochebuena, así que lo mejor que podíamos hacer para estirar la noche era cazar la vieja guitarra, tocar algunas serenatas y agenciarnos, como correspondía en la ocasión, alguna sidra más hasta que el sol nos termine de evaporar los sentidos.
Resuelto en asamblea de medio minuto, arrancamos. Vamos del Gerardo, seguro que ya duermen, dijo el Marcelo, y enfilamos por el Chapuy. El Gerardo vivía como a diez cuadras y en el camino caímos en la cuenta de que era temprano, había mucha gente en la veredas todavía y, unos por aquí, otros por allá que tóquense algo, que hagan un tango, le pusimos como media hora para llegar a lo del Gerardo dándole a las sidras heladas, recompensa segura. El Ariel, firme al bombo, las acompañaba todas con ritmo de zamba, que era lo único que más o menos acertaba. El Turco estaba eufórico, agarraba la Real y la Parranda por el cogote y se empinaba una cada vez para comparar.
Llegamos a lo del Gerardo y los guachos no estaban o dormían la mona, pero nos desgañitamos con La Bamba esquivando los tarascones del Cachilo y lo único que conseguimos fue afanar una cerveza caliente de debajo del parrillero ya que el patio era abierto. Siendo las tres más o menos las manos no alcanzaban para las botellas y el Turco tuvo la más brillante idea de su vida. Che, pasemos por casa que tengo una carretilla en la cochera y una arpillera así tapamos las botellas. Esquivamos la casa del intendente y agarramos la vereda de la Escuela Belgrano que estaba más lisa, porque el salame del Turco ya había roto la sidra más fría con el traqueteo. Cuando llegamos a lo de Ramón afinamos de lo mejor, a ver si salía la Mari, que estaba buena. En su defecto salió Ramón -que no estaba bueno- muy orondo, sin botellas, metiéndose la camisa en el vaquero y con un va, vamos, que, que te, tengo muchos a, amigos para ga, garronearles...
Habiendo hecho un buen recorrido, la carretilla rebosaba. Ninguno quería ni podía llevarla ya, a pesar de que éramos siete; entonces nos dedicamos a la caridad, para mejorar nuestra imagen allá arriba y aligerar el transporte. Las más calientes se las donábamos a los borrachines que andaban a esa hora volviendo como podían a sus casas.
Lo pasábamos bárbaro, retorciéndonos de las carcajadas y haciendo de cualquier ventana el sitio preciso desde donde quizás alguna Julieta se hiciera ver candorosa. Recogíamos puteadas, agradecimientos, risas y botellas con el mismo talante de beodos felices.
Ni siquiera descogotamos al Ramón cuando en un interminable tartajeo nos pidió por favor que hagamos la última del Flaco Encina, su amigo del alma.
En nuestro estado, andar por las avenidas implicaba el riesgo de que la cana nos levante y para peor nos confisque el botellerío. La carretilla parecía desarmarse cada vez más y sobre ella rodaban o se rompían sin más entre doce y veinte botellas cosechadas en lo mejor de las tradicionales fiestas.
El Flaco Encina vivía en el culo del mundo, calle 9 de Julio al fondo, pero nada nos arredraba sino la temperatura creciente de los primeros amagos del sol. El Marcelo se plantó como una estaca en Saavedra y French y no hubo parlamento que lo moviera. La estaca prontó se derrumbó y, un problema menos, lo buscamos a la vuelta.
Las puteadas a Ramón empezaron a arreciar, entonces calmé a la banda con mi oratoria: Paren pelotudos, que hacemos ésta y nos vamos al carajo. No lo vamos a dejar al boludo del Ramón sin un besito de Navidad a la novia...
En Brown y 9 de julio estábamos destilando los peores vapores asaetados por oblicuos rayos de luz y nos disputábamos la sombra a empujones; el Ariel quería mear a un perro y le dio al bombo, por las dudas le ensarté el clavijero de la guitarra en los riñones. Por cada botella que se le caía o rompía, el Turco ligaba coscorrones o cascotazos que nunca hacían blanco en su cabeza pelopínchica.
La casa del Flaco Encina tenía un tapialito que el Ariel quiso saltar. La caída sobre un par de nuevos rosales le dejó rojos surcos que ni siquiera notó. Apiñados en la sombra cantamos una de Palito Ortega. Silencio. Una de Sandro. Silencio, mientras Ramón silabeaba con eco algo que quería decir y no podía. Una chacarera y ¡salí que está tu novio! Ramón insistía. Un carnavalito con ronda y todo que terminó en rodada... Al fin, como pidiendo disculpas le salió, desde el suelo: No, no, me ma, maten. Ci, cierto que, que el Flaco E, Encina lo pa, pasaba de la la tí tía...
El caldo vidrioso de la carretilla enjugó el sudor ramónico y de alguna forma retornamos. No sé que fue del Marcelo esos días, pero hoy sigue caminando estas calles, así que no nos preocupemos demasiado.
Me encantó la historia Oso! La había leído apenas la subiste, pero por esas cosas del tiempo tirano y egoísta, no pude dejar ningún comentario. Me parece magnífica, con detalles que únicamente te conozco a vos de plasmar. Si casi uno se siente dentro de ese grupo, caminando esas calles, sintiendo a los amigos alrededor. Me mató lo del perro!
ResponderBorrarUn abrazo!!!!